El día había transcurrido con normalidad, un día cualquiera, pero que no finalizaría a las doce de la noche, como por norma se sigue. Acabaría más tarde, tras una huida rápida y poco premeditada.
Pasaron las horas y finalmente la noche comenzó a dejarse ver, invadiendo la luz del día hasta extinguirla por completo. El puerto de Moiram estaba tranquilo, algunos trabajadores caminaban de vuelta a sus casas, mientras que otros pocos continuaban con las labores que no habían tenido tiempo de acabar. El corsario, ataviado con una armadura de cuero ligeramente sucia y con alguna que otra mancha, caminaba hacia su barco de regreso a Ventormenta ajustándose las vainas de sus alfanjes a la cintura, para evitar que se cayeran al ir demasiado ligeras. Tan solo llevaba un pequeño maletín desgastado, que parecía que se iba a caer a cachos al más mínimo roce con fuerza.
Subió a bordo tras entregar un resguardo que le acreditaba como un pasajero más del barco que había pagado lo pedido para poder viajar en él, y fue guiado hasta su camarote, poco lujoso. La puerta tenía algunas buenas marcas de haber sido golpeada con algún objeto similar a un martillo o maza, y también lo que parecían ser impactos por disparos. Las paredes de madera también dejaban que desear, se apreciaba un buen desgaste de ellas, y casi seguían el mismo patrón de la puerta: golpes y disparos, pero también se le añadían algunas manchas rojizas en esquinas y parte del suelo. La habitación estaba compuesta por una cama coja con mantas deshilachadas, también tenía un escritorio con una jarra tumbada y una buena mancha de lo que venía a ser el contenido de la jarra. Un par de sillas mal dispuestas y también una pequeña mesita con un candelero oxidado, con una vela que estaba a la mitad.
El corsario echó un ojo rápidamente a la habitación, arrugando un poco el morro cuando su guía se había marchado. Fue a sentarse en una silla tras dejar el maletín sobre el manchado escritorio y buena sorpresa se llevó cuando se sentó, que se rompió la pata de la silla y acabó tendido en el suelo bocarriba, haciendo la cucaracha cuando se la da la vuelta. Se levantó refunfuñando y maldiciendo por lo bajo, dolorido. “Creo que lo único que tienen de calidad aquí es el suelo, menudo golpe…” se dijo para sí mismo.
El barco comenzó a moverse, y ya, creyendo estar seguro y rumbo a Ventormenta, cogió el maletín y sobre el escritorio dispuso un par de hojas y un tintero cerrado. Rebuscó su pluma para escribir, pero no la encontraba. “¡Me cago en la mar salada! Ya decía yo que se me olvidaba algo…” dijo en voz media. Se giró y buscó algo con lo que escribir, pero no encontraba nada. Recordó más tarde que una señora que también había subido a bordo, llevaba un sombrerito con un par de plumas. La recordaba en la cubierta principal, así que salió de la habitación en su busca. La encontró hablando con dos borrachos, tratando unos temas un tanto peliagudos que no serían, para nada, temas de conversación de una dama casta. Se acercó por detrás y con cuidado de que nadie se diera cuenta, cogió una pluma del sombrero. Los borrachos se empezaron a reír, por lo que la señora se giró, pero sin ver nada, ya que el corsario había escapado ya con su “botín”.
Entró de nuevo a la habitación, y con miedo se sentó en la silla que había frente al escritorio. Esta, afortunadamente, no se rompió, pero tampoco era muy fiable por los sonidos que hacía cuando se movía un poco. El ladronzuelo de plumas carraspeó como si fuera a dar un discurso, y mojó la punta de la pluma robada en el tintero, comenzando a escribir una carta:
“Para todos los ciudadanos del Condado de Moiram afectados por mi magnífica intervención (y siguiente pillada por vuestra parte) por el tráfico de información entre los ciudadanos del Condado de Moiram y la Casa Flecha Lunar.
Lamento mucho el hecho de haber realizado el acto ya mencionado, y el haber provocado la disputa por la que ahora os venís a matar, o eso creo. Lo siento con todo mi corazón y así os lo quiero transmitir, mediante una carta. Os deseo lo mejor y una pronta recuperación, aunque no estéis enfermo.
La verdad es que no sabía cómo cerrar la carta.
-Capitán Royban Streek."
Tras escribir la primera carta, cogió la hoja y con cuidado la dejó en la esquina del escritorio, la dejaría secar, luego la metería en un sobre y la enviaría al Condado de Moiram.
Comenzó así a escribir la segunda, esta dirigida a la Casa Flecha Lunar. No se le ocurría nada, así que en la segunda hoja escribió lo mismo que en la primera, cambiando “Condado de Moiram” por “Casa Flecha Lunar”.
Acabó enseguida tras copiar la segunda carta, y la dejó junto a la primera para que se secaran, cosa que costaría debido a la humedad del barco. Decidió irse a dormir, hasta que la mañana llegara. Se acostó en la cama y comenzó a dar vueltas por la incomodes de esta. Optó por dejar de moverse cuando escuchó crujir la cama un par de veces de manera preocupante, así que se durmió al cabo de un rato.
La mañana llegó con calma, y las campanas del puerto daban a entender que ya estaban en casa. El corsario se levantó con rapidez y guardó las cartas en el ajado maletín, junto al tintero. Se puso las botas y luego se dispuso a ir hacia fuera. Recordó que la pluma se la había mangado a una señora y la cogió también, devolviéndosela a la salida y quedándose la señora con un cabreo importante.
Caminó hasta la papelería y se acercó al mostrador. Esperó con impaciencia hasta que vio llegar a una anciana con bastante chepa. “Madre mía… Si va más doblá’ que un pandaren agradecío’…” pensó, ocultando una risilla un poco cruel.
Compró dos sobres y metió una carta en cada uno, cerrándolos y poniéndoles un par de sellos, todo hecho con muchísima prisa.
“Pero hijo, ¿dónde vas con tanta prisa?” Le preguntó la señora de la papelería con un tono afable y de abuela achuchable.
“Pues nada, señora, que desde hace un rato tengo unas ganas tremendas de vaciar la carga.” dijo mientras se palmeaba el estómago.
La señora se quedó un tanto traumatizada, con la boca medio abierta y con la dentadura a punto de escaparse de su sitio. Mientras tanto, el corsario corría hacia el buzón más cercano, donde metió las cartas.
Sin poder aguantarse más, decidió esconderse luego entre los arbustos de una zona discreta y poco transcurrida y, suspirando por haber resuelto ya un problema, reparó en que ahora tenía otro más importante: no tenía papel.