Caminantes de las fauces

Si algo había aprendido Lirena en todos sus años como Renegada, era que el mundo se regía por dos verdades de las cuales radicaban prácticamente todos los males que a su vez la asolaban: todo el mundo tenía ideas, y todos creían que las suyas eran buenas.

Ella no había sido una excepción.

Haciendo memoria, Lirena no sabría identificar el momento o decisión que marcó su vida hasta convertirla en lo que era actualmente. Ella una vez fue un ser patético, marcado por la timidez y el temor que tanto la condicionaron en vida, y que parecía habérsele pegado en la muerte como los gusanos que una vez se cebaron con su cuerpo. Habían hecho falta muchos combates, mucha sangre, y sobre todo mucho miedo, para que sus defectos como humano abandonaran su ser, convirtiéndola en la fiel maga de la Horda que una vez defendió los muros de Orgrimmar contra los traidores que la hubieran entregado gustosos a los perros de la Alianza y a su “Rey Niño”.

Ahora, viéndose en el exilio y sola, todos sus esfuerzos durante la defensa de Orgrimmar y la larga rebelión que le siguió, los atentados y ataques que perpetró junto a aquellos que compartían su ideal y que no hicieron otra cosa que estigmatizarlos con la etiqueta de “terroristas”, lejos de su objetivo inicial de liberar a la Horda de los usurpadores que gratamente se habrían dejado encadenar por aquellos cerdos vestidos de azul…

…la Hermana Mísera no podía sino suspirar, preguntándose si todo había merecido la pena, al fin y al cabo. Después de todo, nadie podía negar que su causa había fracasado…

Sin embargo, las palabras del joven Hiruk habían despertado la esperanza en el mustio y apagado corazón de la Renegada. Su Reina, legítima gobernanta de la Horda, había vuelto a hacer acto de presencia, esta vez en las míticas e inalcanzables tierras más allá de la muerte… las Tierras Sombrías.

No había perdido ni un instante en hacer su petate y emprender el largo camino hacia Rasganorte, donde según se contaba, la Espada de Ébano tenía montado el portal que conectaba con el supuesto Otro Mundo. Grupos de voluntarios se encontraban siguiendo los esfuerzos de los Adalides de Azeroth, los cuales habían abierto camino asaltando las tenebrosas Fauces y accediendo a la ciudadela de Oribos, desde donde se encontraban ya organizando los esfuerzos con ayuda de las diferentes facciones del lugar.

Nada de eso le incumbía a la maga, sin embargo, ya que otras tareas más acuciantes ocupaban su mente que la salvaguarda del mundo de los vivos y de los muertos. Con Sylvanas otra vez localizada, había llegado la hora de que quienes aún creían en ella se alzaran y emprendieran la larga marcha para unirse a ella y, tal vez así, comprender mejor las extrañas decisiones que habían provocado que lo que una vez se les antojó como el más glorioso de los futuros para la Horda, se torciera en la extraña estampa de mal gusto que era hoy día.

El viaje fue largo y peligroso, ya que si quien no debía la reconocía, daría con su huesudo pellejo en la prisión más cercana en el mejor de los casos, o sería ejecutada en el peor de ellos. Cubierta con su capucha y capa, esperaba que la visión de su hábito disuadiera a los demás de indagar mucho sobre su identidad mientras atravesaban el Mare Magnum. Solo su fiel amiga, la rata de pelaje blanco que portaba el nombre de Sally, la acompañaba mientras se acercaban a su destino, el aire volviéndose cada vez más frío y el ambiente más inhóspito a medida que se aproximaban a los fiordos de Rasganorte.

Los ánimos parecían ser bastante diversos en el barco. Muchos de los presentes, guerreros y magos de las diferentes facciones de la Horda, susurraban entre ellos sus propios pensamientos acerca del lugar al que se dirigían. Muchos eran los que se preguntaban cómo serían las Tierras Sombrías, o la mítica Oribos de la que tanto habían oído hablar. No faltaban los que se preguntaban si sería posible coincidir con esta o aquella alma que conocieron en vida, y todos parecían entusiasmados con la idea de ver en vida el mundo de los muertos, si bien el nerviosismo y la tensión estaban igual de generalizadas.

La propia Lirena no podía sino preguntarse cómo sería ver el mundo de más allá de los límites de la vida y la muerte con sus propios ojos. No recordaba nada del día en que murió, habiendo un agujero en sus recuerdos entre el instante de su muerte y el segundo en que volvió a la vida, y no sabía si sentiría algo al verse personificada allí. ¿Sentiría nostalgia, tal vez? ¿Una sensación de deja vu? ¿O simplemente sería otro lugar, un destino más al que su alocada vida de extrañezas y raros encuentros la había encaminado?

Tanto daba. Tenía una misión que cumplir, y nada más importaba. Tenía que encontrar a Sylvanas Brisaveloz, estuviera donde estuviera, y responder así a la pregunta que no abandonaba sus pensamientos en las largas horas de travesía recorridas:

¿Cuál sería su siguiente “gran idea”?

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