La Luz. Cap. 1
Cuando las cosas se torcieron, Arcaueta ya había escogido un camino, y ese camino, fue el camino de la luz.
Podria decirse que ella no escogió ser sacerdotisa, ella nació siendo sacerdotisa. Eso decían todos los que la conocían, desde pequeñita. Siempre devota, siempre escogiendo el camino del bien, de la verdad, del honor, de ayudar a los demás, de sanar sus heridas… aun sin herramientas, aun sin conocimientos, era capaz de sanar hasta corazones heridos… O eso decían. Su amor era tan inmenso, y su bondad tan pura, que todos querían estar a su lado. Y cuando tuvo la edad suficiente, dejó todo lo que conocía, su familia, su ciudad, para dirigirse a Ventormenta y formarse como sacerdotisa, ya que sentía que sumisión iba mucho mas de lo que ella conocía, sentía que Azeroth la llamaba, y quería poner su poder a el. Sabia que su destino era estar allí donde la necesitaban, y en medio de la Tercera Guerra, pensaba que no podía simplemente quedarse en su santuario rezando o cuidando del ganado.
Y no le fue fácil. La soledad fue su compañera, al igual que todo lo que echaba de menos su hogar y su familia. Apenas era una niña de doce años cuando llegó a la catedral de la Luz, donde se esforzó por empaparse de todos los conocimientos, donde su corazón se hinchó aun mas hacia la luz y sus dioses, con una pureza inmácula.
Lo que hizo cambiar a Arcaueta, vino poco después. Un sobre con malas noticias le hizo saber que la ciudad de Stratholme, había sido completamente arrasada. Su ciudad. Su familia.
Aquello fue un punto de inflexión para ella. Qué buscaba, que quería, que era el bien y el mal… Su solitaria figura se volvió aun mas solitaria. En muchas ocasiones pensó que si quizá, no se hubiese marchado, podría haber hecho algo por su familia… En otras pensó que fue el destino, quien quiso sacarla de ese lugar y darle un propósito, mucho mayor.
Cuando acabó su instrucción, pudo luchar del lado de la Alianza en multiples ocasiones. Aunque siempre tuvo sentimientos encontrados. En lo que a la Horda se refería. Y no es que le causara especialmente simpatía, ya que obviamente estaba del lado de la Alianza, pero comprendía que la Horda hacia las cosas mal y que toda aquella sangre derramada en batallas entre ellos deberían guardarse para luchar contra enemigos comunes, y para luchar por Azeroth. No quería creer en las facciones, pero no podía ver tampoco a la Alianza morir, y servirla era su deber.
Se esforzó mucho, y fue muy dura consigo misma. Los horrores de las batallas y el sufrimiento ajeno la hicieron desgastarse de gran manera, incluso llegó a pensar que no podía ser feliz, mientras hubiera alguien sufriendo en el mundo. Estuvo a punto de decaer, de dejarlo todo… Pero por fortuna conoció a una persona, que le hizo ver lo oscuro de sus pensamientos, y aquello no podía ser, no podía consumirla la oscuridad, si ella era luz.
Aquella llamada de atención sólo la hizo más poderosa, ya que comprendió que el amor podía ser dado…. Pero también recibido. Su mente cambió, hizo amigos. Se dio cuenta de que estaba disgustada con el mundo por lo que le había pasado a sus seres queridos, pero librándose de esa carga, dio un paso mas en su fe, y comprendió que aun que su destino era servir, no estaba mal si recibia algo a cambio.
Cabe destacar que se hizo amiga de una trol de la Horda, también sacerdotisa, y aunque sus dioses eran diferentes, su misión era la misma: llevar la luz, a sus aliados. Y en este caso, un aliado común: la paz. Juntas ayudaron a Colmillosauro a llevar su tarea, pero la trol murió poco después de que el orco muriera. Se llamaba Saura.
Cuando la Cuarta Guerra llegó a su fin, una esperanza se iluminó en su corazón… de otra vez a enfrentarse a un enemigo superior, por fin las dos facciones pudieran dejar de lado de una vez por todas sus diferencias.
Cuando llegó a las tierras sombrias ya tenia veinticuatro años, y una larga trayectoria como sacerdotisa a sus espaldas, un continuo vaivén de dolor y sufrimiento que sentía cada noche al dormir, como si el dolor de sus aliados, e incluso el de sus enemigos, quedara impregnado también en su piel a cambio de curarles y sanarles, de darles luz y guía. Y rezaba por ellos, por todos. Por los vivos.