Despuntaba el alba cuando Morzek llegó a las puertas de Ramkahen, que se encontraban custodiadas por dos guardias tol’vir. Huesonegro había dejado de usar su habitual capucha cuando había forjado a Angustia y había declarado su intención de alzarse con el poder supremo del Azote, pero se la había colocado para entrar en la ciudad del desierto con el objetivo de pasar desapercibido. Sin embargo, su enorme cuerpo, su macabra armadura y su enorme mandoble, además del aura de muerte que emitía, no ayudaban.
-Alto. Descúbrete, forastero.-le dijo uno de los guardias, bloqueándole el paso con su lanza mientras el otro guardia hacia lo propio con la suya.
Morzek no se inmutó, y lentamente alzó una mano para tocar el borde de su capucha. Con parsimonia fue retirando la capucha hasta descubrir completamente su rostro. Su gélida mirada se clavó en los ojos del guardia que le había hablado, haciendo que el tol’vir se pusiera pálido como la cera.
-Recuerda una cosa, mortal. Nadie le da órdenes al rey de los malditos.-dijo.
De pronto, el orco sintió un pequeño golpe en la pechera de su armadura, forjada con saronita y acero y reforzada con las almas de los condenados. Bajó lentamente la mirada hasta hallar el origen del golpe. La punta de la lanza del otro guardia se encontraba pegada a su armadura, en un intento de atravesarla. Cuando el guardia se dio cuenta de su error, ya era muy tarde.
-Gran error, mortal. Muere.-dijo el orco con su gélida voz reverberante.
Con un grito de puro horror, el tol’vir trató de huir, pero su propia lanza golpeó su abdomen con tal fuerza que lo atravesó completamente y fue a clavarse en la arena. El tol’vir comenzó a vomitar sangre, pero el orco lo agarró del cuello alzándolo del suelo y con un certero movimiento hundió su mano enguantada en el pecho del guardia hasta dar con su corazón y aplastarlo. En cuanto su corazón fue destrozado, el guardia vomitó sangre y murió. El otro tol’vir estaba paralizado, observando el cadáver de su amigo. Morzek desenvainó a Angustia y trazando un arco segó la cabeza del guardia, que cayó a la arena con un golpe seco. Cuando Angustia terminó de devorar el alma y la sangre de los guardias, Huesonegro la envainó y se adentró en la ciudad, ya sin capucha, pues con el alboroto que había montado era inútil. Sin embargo, justo cuando iba a adentrarse en Ramkahen percibió una oscura presencia y se volvió para encontrarse con un cultor del vacío, uno de esos k’thir. El ser portaba una larga túnica violácea, y en la mano sostenía una retorcida daga ceremonial. El k’thir masculló algo en su idioma y avanzó con la daga en ristre mientras alzaba el tono de voz hasta terminar gritando en aquel extraño idioma del vacío. Huesonegro agarró el escuálido brazo del k’thir, deteniendo el embate, y la daga cayó silenciosamente sobre la arena. El cultor, ahora desarmado, trató de apartarse para lanzar un hechizo, pero Angustia fue más rápida y segó su brazo con un corte limpio, regando la arena con la sangre del esbirro del vacío. Sin embargo, antes de que Morzek pudiera preguntar nada, los tentáculos faciales del k’thir comenzaron a ennegrecerse al tiempo que se retorcían y un humo violáceo salía de sus ojos, como si se estuvieran quemando. La boca del cultor se llenó de espuma, y la herida del brazo dejó de sangrar para comenzar a expulsar un extraño líquido negro. Tras unos pocos segundos de agonía, el k’thir cayó de rodillas y se desplomó.
-Una forma original de silenciar a tus esbirros… N’zoth.-dijo el orco.
Ante la mención del nombre del Dios Antiguo, el cielo de Uldum, ya oscuro por la influencia del vacío, pareció oscurecerse aún más y el aire se heló durante un segundo. El rostro impasible del caballero de la muerte no se alteró.
-No me amilanas, N’zoth. Nadie amilana al Azote.-aseveró Huesonegro.
El orco se agachó para registrar el cadáver del k’thir, y entre sus ropas encontró una carta con órdenes. Junto a la carta había un mapa… en el que aparecía señalada la vieja ciudad de Orsis, cercana a Ramkahen. Lo más probable era que allí estuviera el superior o los superiores del cultor, por lo que decidió ir hacia la ciudad para investigar. De pronto, un chillido agudo sonó en los alrededores mientras una cría de dragón se acercaba volando al caballero de la muerte. Era un pequeño dragón negro, pequeño para el tamaño de un dragón, claro, con ojos de color carmesí que el orco reconoció de inmediato. Cuando levantó al dragón que usaba como montura, también encontró el cadáver de una de sus crías, por lo que también la levantó y se la llevó como “mascota”. El pequeño dragón reanimado con magia de sangre se acercó hasta posarse en el brazo del orco. Siempre le servía como mensajero y vigilante, y esta vez llevaba una pequeña nota atada en la pata. Con inusitada delicadeza, el orco desató la nota y la leyó. Cuando terminó, la acercó a las fauces del pequeño dragón, que la quemó dejando solo cenizas.
-Aún no he terminado aquí… pero debo encargarme de esto.-dijo para sí.
Morzek abrió un Portón de la Muerte y lo atravesó para llegar a Acherus, donde un guardia se acercó a él de inmediato y se cuadró antes de arrodillarse.
-¿Qué es lo que ha ocurrido? Habla rápido o serás comida de necrófago.
-Señor, un enano no-muerto acompañado de un pícaro de Kul’tiras llegó hace poco preguntando por usted. Se han llevado dos grifos camino a Dalaran.-dijo el guardia, que era un humano, con la mirada clavada en el suelo.
-¿Preguntando por mí? ¿Qué les has dicho, inútil?-dijo Morzek, iracundo.
-Nada señor… solo que usted es el Señor de la Muerte y que estaba en Silithus.
Huesonegro agarró al guardia del cuello y lo levantó varias pulgadas del suelo.
-¿Y por qué les has contestado y les has dado dos de mis grifos?
-El señor Mograine no puso objeción… el enano es de la Espada de Éban…
-¡Silencio!-bramó el orco, mientras dirigía su mirada a los jinetes y después volvía a fijarla sobre el guardia.- Escuchadme bien, pues no pienso repetirlo. Este bastión está bajo mi control y por tanto está bajo el control del Azote. Nadie, absolutamente nadie, tiene permiso para llevarse monturas ni para entrar aquí siquiera. Y mucho menos un mortal, o alguno de esos pusilánimes arrepentidos de la Espada de Ébano.-dijo con voz autoritaria.
Un silencio sepulcral inundó Acherus. Ni siquiera los necrófagos se movían.
-Si los grifos vuelven, matadlos y llevadle sus huesos a Lady Alistra para usarlos en abominaciones. Y si alguien vuelve a entrar aquí sin permiso, acabad con ellos y levantadlos como necrófagos.-ordenó escuetamente.
De nuevo el silencio reinó en el bastión. Silencio en su estado más puro.
-Así me gusta. Obedientes.-dijo Morzek.- Ya que Mograine, al igual que el resto de los jinetes, es uno de mis lugartenientes, y por tanto es de mi confianza, no recibirá amonestación alguna. Pero tú…-dijo, dirigiéndose al guardia.
Todos los habitantes de Acherus sabían lo que iba a pasar a continuación, incluso el propio guardia irresponsable, pues ya conocían a Huesonegro.
-Tú has dejado de serme útil.-dijo el orco.- Y ya sabes qué pasa con todo aquello que deja de serme útil. Desaparece… para siempre.
Sin embargo, ninguno esperaba el despliegue de crueldad del que hizo gala Morzek, que arrojó al humano contra la pared. En un momento, Angustia ya estaba en la mano del orco, lista para alimentarse. La hoja de Angustia se hundió lentamente en el torso del guardia, abriéndose paso a través de acero, tela, carne y hueso hasta atravesarlo por completo. Una vez ensartado el guardia, Angustia emitió un perturbador sonido de puro placer y comenzó a absorber el alma del guardia, que poco a poco se veía desprovisto de su esencia mientras su carne se derretía sobre sus huesos hasta no dejar más que un esqueleto cubierto por telas y placas. Morzek extrajo a Angustia y la envainó con ceremonia, para acto seguido destrozar de una patada los huesos del guardia, cuyo ser había pasado a ser alimento de Angustia.
-Usadlo para reparar abominaciones y constructos.-ordenó el orco, impasible mientras los guardias cogían los restos y se los llevaban a Alistra.- Ahora debo continuar con lo que estaba haciendo, así que seguid con vuestra labor.
Sin más demora Huesonegro regresó al Portón de la Muerte y volvió a Uldum. Todo seguía igual que cuando se había ido, incluso el cadáver del k’thir, a pesar de que había tardado más de lo esperado. Cosa del desierto, supuso. El pequeño dragón se había quedado en Acherus, así que cerró el Portón y se encaminó a Orsis. Ya que aún estaba en las puertas de Ramkahen, tendría que rodear la ciudad y luego dirigirse a Orsis, pero no creía tardar demasiado. Solo esperaba no encontrarse con nada ni nadie más de camino, a menos que ese algo o alguien le fuera útil de alguna manera. Aún sumido en sus pensamientos, se alejó lentamente de la puerta, invocó a su caballo, y emprendió el camino.