Relato de lord Aiden.
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Se despertó con los ojos como platos, la nariz enrojecida y el aliento entrecortado. Intentó levantarse como pudo, pero sus temblorosas piernas le fallaron y cayó de rodillas, y solo gracias a Silencio evitó caer de bruces de nuevo.
—¡Aiden! —Menelwie se lanzó hacia él y le ayudó a ponerse en pie de nuevo, cosa que él agradeció con un leve asentimiento —. Por Elune, ¿qué te ha pasado?
¿Qué le había pasado? Ya quisiera él saberlo. Los últimos minutos habían sido tan repentinos y surrealistas que no había tenido tiempo para procesarlos. Sabía que su infiltración en las Tierras Sombrías había sido un éxito, pero cualquier sensación de victoria que pudiera albergar estaba opacada por la tormenta de duda y confusión que asolaba su alma. Había rescatado el alma de la elfa y recuperado su Paso espectral, de eso no había duda, pero con respecto a ese farol y el poder que le había concedido, aunque fuera momentáneamente…
—Cumplí la misión —no hizo esfuerzo alguno para mantener su tono tranquilo y estoico, y la elfa notó la preocupación de su voz.
—Pero eso es bueno, ¿no?
—No estaba solo.
—Espera, ¿cómo que no estabas…?
Aiden terminó de ponerse en pie y posó la punta de la guadaña sobre el pecho de Shivadel. Sus runas se iluminaron con reticencia y lanzó un tenue gemido fúnebre, pero igualmente obedeció a su maestro y volcó el fragmento de alma que acababa de rescatar. Un hilillo de luz plateada se filtró desde el metal oscuro hasta el corazón mismo de la elfa, iluminando sus entrañas y haciendo visible la sombra de sus costillas a través de la piel durante un instante.
El caballero guardó la guadaña con un gesto tan rápido como torpe y se dirigió a la salida.
—Listo. Estamos en paz. Me voy a la Cámara.
—Espera, no has respondido ha…
—Las runas de la pared se van con agua y jabón.
—Pero…
Un portazo inintencionado dio por zanjada la conversación. Menelwie se quedó quieta en el pasillo, con un dedo alzado y la mandíbula colgando. Suspiró con pesadez y se dirigió de nuevo hacia el salón. Por lo menos limpiar ese desastre sería fácil.
—Necesito un café.
—¿Es una pasada o no es una pasada?
Valerie apartó la mirada de los brillantes ojos del goblin para contemplar de nuevo la gran forja de Uldorus. Sus insondables mecanismos trabajaban sin descanso al ritmo de su propia música mecánica. En su interior, tras los gruesos cristales, se podía ver como decenas de brazos mecánicos, martillos y sopletes ensamblaban las piezas que salían de la fundición para dar forma a las armaduras que decantarían la inminente batalla a su favor.
—Es una pasada —asintió. Tenía que reconocer que le había costado despegar la mirada de los patrones precisos y cíclicos de la máquina.
—Las pruebas de diseño y rendimiento ya están completas —Yotni hizo una pausa para sacar un puro de sus amplios bolsillos y darle un par de caladas—. Las armaduras menores no eran más que un prototipo para la Égida, y aún así le dan mil vueltas a la mayoría de las que he visto en mi vida. Las hemos metido en cajas para distribuirlas por los soldados, así quizá den un poco menos de pena.
El goblin se carcajeó ante su propia chanza. Su risa, aunque áspera y algo cruel, era contagiosa, y Valerie no pudo evitar lanzar una carcajada culpable.
—¿Y qué hay de las nuestras?
Yotni dio otra calada.
—Esas, señorita, hay que hacerlas a medida para cada uno de nosotros. Ya sabes, para potenciar nuestras habilidades específicas y todo ese percal —. Agitó la mano para dar énfasis a sus palabras—. Los demás ya están de camino.
—¿Todos? Ha pasado mucho desde la última vez que tuvimos que luchar todos juntos.
—Todos… menos Aldo. Magni me dijo que estaba ocupado con no sé qué misión especial. Supongo que se nos unirá más tarde.
—El adalid no para, ¿eh?
—Y que lo digas. ¿Te crees que ni siquiera me se su…?
Un gran estruendo metálico les pilló por sorpresa. La puerta de la sala había sido arrancada de sus goznes y se había estrellado en el suelo, a varios pasos del marco. Como un heraldo de lo que se acercaba hacia ellos, su metal retorcido rezumaba de energías del Vacío que impregnaron la cámara con ininteligibles susurros.
—¡Gha’la nishhh yak’zu!
Un gran tauren entró al galope en la sala con las manos aún humeando. Su cuerpo estaba completamente cubierto por una armadura de placas negra y morada con motivos de peces y tentáculos, y centelleaba con brillo viscoso como si acabara de salir de una tinaja de aceite. En su frente había un gran ojo anaranjado con la pupila vertical que miraba con ansia nerviosa a todas partes.
—¡Por el Dios de las…!
Un trueno retumbó en la sala a la vez que una estela de armónicos amarillo y azul la recorrió de extremo a extremo en linea recta, atravesando justo el ojo y el cerebro de aquel tauren para seguir con su trayectoria y abriendo un pequeño y humeante cráter en el suelo.
Yotni le dió una última calada a su puro y lo escupió. Todavía mantenía en alto a Desguazadora, una de sus dos pistolas propulsadas por azerita. Su enorme cañón cilíndrico, rematado en la cara de un goblin y brillando con restos de pólvora centelleante, lanzó una bocanada de humo y un agradable sonido mecánico mientras preparaba su siguiente bala.
—La seguridad de este sitio es lamentable.
La paladín respondió desenvainando su hoja, Juicio, y esta lanzó un siseo cristalino mientras la Luz sagrada y la azerita de su pomo competían para gobernar sus elegantes filigranas.
—Arreglémosla, ¿te parece?
La situación en los pasillos era un caos. Docenas de cultores habían aparecido de golpe entre las filas de los voluntarios para salvar Azeroth, y ahora teñían de rojo las cámaras que habían jurado defender en nombre de su nuevo Dios. Su empuje era una riada que había arrasado todo cuanto se le pusiera por delante, pero ni la riada más fuerte podía tumbar a una montaña.
Y esa montaña se llamaba Moki Cantavientos.
El colosal chamán, ataviado en sus ceremoniales ropas chamánicas, blandía un enorme tótem como si fuera un martillo de guerra. El tauren, grande incluso para los estándares de su raza, había taponado él solo uno de los pasillos principales de la Cámara del Corazón. Cada uno de sus golpes lleva consigo la furia de los vientos y la tempestad; cada vez que su tótem golpeaba, arcos voltaicos golpeaban las paredes de bronce de la cámara y otro cadáver caía al suelo, muy a su pesar.
—No tienes porqué hacer esto, amigos —dijo compungido—. Ya habéis visto que no puedes vencerme. Marchaos y conservad vuestras vidas.
El líder del grupillo al que se enfrentaba, un kultirano que apenas conservaba rasgos humanos, dio un paso hacia él con aire arrogante.
—Tus palabras no significan nada ante el Dios de las Profundidades. ¡Haremos su voluntad incluso en la muerte!
—Sea, pues —gruño con pesadumbre—. Que la madre tierra os acoja en su seno.
Moki se puso en guardia, preparado para el siguiente embate. El kultirano, en cambio, prefirió un enfoque ofensivo y se lanzó hacia él espada en mano.
—¡Mah’kar ighs zul N’zoooth! ¡Ahhhhg!
El tauren dio un respingo ante el grito suspirado del cultor, que se había parado en seco con una mueca de dolor en su rostro hinchado. Varias raíces delgadas, secas y angulosas habían manado del suelo de metal y se le había clavado a la pierna, saturando de carmesí el bajo de su túnica purpúrea. Con un gemido, lanzó una estocada a las plantas que se habían enterrado en su carne, pero sólo consiguió que más ramas nacieran y se engancharan en su brazo.
—¿Qué es esto? ¿Qué está…? ¡Aaaah! ¡AHHHHH!
Su mueca de horror dio paso a una de puro tormento. Las raíces comenzaron a crecer bajo su carne, colándose en sus arterias y avanzando a contracorriente hasta hacerlas reventar por varios lugares de los que manaban afiladas espinas de zarza. Las crueles ramas solo tardaron un segundo en invadir su cuerpo, y para entonces el ojo sobre su frente se agitaba como si quisiera escapar de las lágrimas ahogadas de su anfitrión. Al final, la furibunda maleza le alzó en el aire y le quebró el cuello con un sonoro chasquido.
Los demás cultores retrocedieron presa de una mezcla de asombro y miedo. Algunos levantaron una plegaria a su Dios, otros se quedaron en silencio. Un vulpera vomitó los huevos del desayuno.
Moki se dio la vuelta sin esforzarse mucho para esconder su asqueo.
—¿Era realmente necesario hacer… esto, Aldana?
Tras él, con la mano aún alzada y sumida en magia de la vida, había una druida con un aspecto salvaje y brutal, incluso para ser una kaldorei. Sus ojos lunares brillaban con una determinación predatoria, cruel incluso, y sonreía como un sable de la noche tras aplastar la tráquea de un ciervo. Una melena de plata descendía hasta sus costillas, cubierta de hojas, polvo y sangre; tan enmarañada y alborotada que parecía más el pellejo de un oso que una mata de cabellos élficos. Su armadura, tan reveladora como cabría esperar en los elfos de la noche, estaba hecha de retales de cuero, pieles, madera y acero centelleante, revelando una piel violeta recubierta por cicatrices plateadas y pequeñas quemaduras que no hacían sino realzar su bestial aspecto.
—La vida es cruel, Moki. Sus seguidores deberían serlo también.
La elfa cerró el puño enguantado en una garra de hueso, musgo y metal, y del cadáver del kultirano manaron decenas de pequeñas flores rosadas e hinchadas que escupieron una lluvia de esporas al resto de los cultores. Estos, presa del pánico, intentaron huir atropelladamente, pero el más afortunado de ellos dio solo tres pasos antes de desplomarse lanzando espumarajos.
—Madre tierra, en verdad eres un animal de presa —el chamán se pasó la mano por una de sus trenzas, teñidas en parte por las nieves del tiempo.
La elfa se acercó al cadáver del kultirano y limpió sus khopesh, espadas cortas que recordaban a una hoz, en sus ropajes. Le llevó un buen rato.
—Si no eres el cazador eres la presa, amigo chamán. Es ley de vida —respondió con aire distraído —. El ataque se ha extendido también al campamento. Sané a todo el que pude, pero alguien tenía que impedir que nuestros amigos se colaran en la Cámara.
El tauren asintió.
—Sabia decisión. Aunque espero que dejarás a las gentes de arriba a buen recaudo antes de bajar aquí.
—No te preocupes, he dejado a Kaltharion y Drixi a su cargo —la elfa esbozó una sonrisa malvada que preocupó al sabio tauren—. Conociendo a esos dos, quién debería preocuparnos son los esbirros de N’zoth.
La situación no mejoraba a ras de suelo. La mayoría de los campamentos de los sanadores de Azeroth estaban en llamas, y en su lugar empezaban a alzarse los estandartes y obeliscos de N’zoth. Las criaturas más corruptas, aquellas que no habían podido colarse en la Cámara, iban de un lado para otro en busca del siguiente sacrificio a su amo, pero había dos cosas con las que no habían contado.
El primero era un furibundo borrón de energía vil casi omnipresente en el campo de batalla. Sus agujas atadas al antebrazo, similares a las Aldrachi pero imbuidas de azerita, trazaban certeros arcos que separaban las deformes cabezas de los k’thir de sus desgarbados cuerpos. Como la druida, era un elfo de la noche, pero allí donde ella disfrutaba del salvajismo él se regodeaba en la crueldad premeditada. Sus músculos, cubiertos de tatuajes fluorescentes, estaban esculpidos en acero y decorados con pequeñas púas a medio camino del hueso y la obsidiana. Su melena negra ondeaba como los estandartes de la muerte allí por donde pasaba y su mirada ardiente, velada tras un sencillo trapo, era la última visión de muchos de los invasores.
—¡Atrás, escoria del Vacío! —rugió el cazador de demonios. De sus garras demoníacas colgaban los restos de un cultor, al cual agitó como un pelele en el aire—. Volved con vuestro amo o compartid su destino.
Pero los monstruos no cedieron. Aullaron y corearon el nombre de su Dios mientras cerraban el cerco a su alrededor. Kaltharion Alainfierno dejó caer los trozos de cadáver y esbozó una amplia sonrisa.
—Que sea el destino, pues.
Algo más cerca de la entrada a la Cámara, protegiendo a los asustados sanadores tras ella, se alzaba una poderosa maga. Complejos patrones arcanos coronaban sus dedos, que con la maestría de un cirujano trazaban hechizos en el aire y doblegaron la realidad a su antojo. Los proyectiles arcanos se iban alternando con trucos mucho más originales que los simples misiles de energía, complejos y sutiles a partes iguales; pero indudablemente devastadores.
Su ropa era sencilla y de colores pastel que desentonaban con los intensos violetas y azules de su magia al restallar en el aire. Pequeña como era, la gnoma de coletas rosadas se escabullía entre las piernas de los torpes cultores que intentaban trincharla con sus armas, que solo conseguían ser desintegrados por la magia desatada de la maga.
Una de las criaturas apareció desde las sombras daga en mano y apuntando a su corazón. La gnoma abrió los ojos hasta que casi abarcaron su carita redonda e interpuso las manos entre ambos. El asesino k’thir se regocijó ante el movimiento desesperado de la gnoma hasta que, tras un par de segundos confusos, descubrió que se había quedado quieto en el aire.
Drixi esbozó una sonrisa traviesa.
—¿Sabes lo que pasa si vuelves negativa la aceleración de la gravedad?
Su voz aguda y cálida, sumada a la extrañeza de la pregunta, hizo que el asesino se diera cuenta demasiado tarde de cuál sería su destino. Los tentáculos de su cara se retorcieron como lombrices al sol y sus ojos vidriosos se tiñeron de miedo cuando la maga le hizo un gesto con la mano.
—¡Adiós!
El último rugido del k’thir se volvió grave y lejano mientras caía hacia arriba, perdiéndose en la Gran Oscuridad para no volver jamás. Drixi se protegió los ojos de la luz del sol con una mano y le siguió en su peculiar caída hasta que el traqueteo de una armadura atrajo su atención.
—Oh, hola —. Dicho eso, volvió a dirigir su mirada hacia arriba.
Aquel gesto no sentó bien a los matones que la rodeaban. Todos eran de razas grandes: elfos de la noche, taurens, orcos y kultiranos; y los ojos que coronaban sus frentes se revolvieron ante la indignación y el orgullo herido de aquellos guerreros. Que una criatura tan débil y pequeña como ella no les considerara una amenaza era un atrevimiento que debía ser castigado.
—Matadla.
Los cinco guerreros se lanzaron al unísono. Con gesto distraído y mirada provocativa, la gnoma golpeó el suelo con su pequeño bastón. Una onda de energía rosácea se extendió por todo el campamento, tiñendo la roca con un amanecer, y el traqueteo de los engranajes del tiempo frenándose subió por su espalda como un cosquilleo.
El campo de batalla se había ralentizado hasta ir a cámara lenta, o tal vez ella ahora iba muy rápido. En cualquier caso, y con paso tranquilo, salió del círculo de acero que la cercaba y empujó con cuidado a sus atacantes, que ahora se apuntaban los unos a los otros. Para su sorpresa, Alainfierno aún se movía rápido, más de lo que ella podía caminar. Sus ojos ardientes se deslizaron desde el frente hacia ella, y empezó a vislumbrar en ellos un gesto de desaprobación. Con otro golpe de bastón, la magia arcana desapareció y el tiempo volvió a su ritmo normal.
El sonido que lo acompañó fueron cinco pesados cuerpos cayendo sobre la arena y el frenazo en seco del elfo.
—¿No te dijo Cromi que no hicieras eso?
—Oh, vamos, es por una buena causa —ella se encogió de hombros—. ¿Qué daño puede hacer?
El cazador de demonios gruñó.
—Mmm… supongo que es pasable esta vez.
La gnoma se acercó a él y le dió un codazo amistoso en la rodilla, evitando las puntiagudas agujas de hueso y el afilado metal de sus grebas.
—Reconócelo de una vez, Kaltha. En el fondo eres un trozo de pan.
—Antes muerto.
—Vengaaaa…
El elfo se agachó con cara de pocos amigos.
—Escúchame, Tuercarcana. En primer lugar soy mitad demonio, y en segundo…
Un ensordecedor rugido le arrancó la voz de los labios, pero no la guardia de sus brazos. La tierra frente a ellos se había abierto como una herida infectada y llena de gusanos con togas y cuchillos, y tras ellos, como un dedo acusando al cielo, un enorme gusano tunelador.
—¿Pero qué es esa cosa tan fea? —la gnoma señaló al gusano mientras ponía cara de asco.
Kaltharion, en cambio, apretó los dientes y su carácter se agrió aún más. Sus gujas lanzaron un estallido de energía vil.
—¿No se suponía que Hojagélida iba a encargarse del nido de estas bestias?
—He estado ocupado, Alainfierno.
Ambos Defensores se dieron la vuelta para comprobar el origen de aquella voz glaciar. Aiden saltó desde la grupa de Tormento, cuyos cascos estaban tan ensangrentados como la hoja de Silencio, y lanzó la guadaña en una trayectoria circular. El callado acero centelleó en el aire y cortó a los recién llegados por la mitad antes de regresar a manos de su maestro, que se puso al lado del fornido elfo.
—Ya era hora de que llegaras —rezongó el elfo. Luego, su mirada se deslizó hacia su cadera—. ¿De dónde sale ese farol?
—Es una historia más rara que larga —giró la cabeza y se dio un tirón de la capucha —Hola, Drixi.
—Hola, Aiden. Cuanto tiempo —repuso ella con una sonrisa.
El gusano se revolvió y lanzó un rugido al cielo, poniendo a los tres en guardia.
—La charla para luego, cuando le demos las quejas a Magni —gruñó de nuevo—. La seguridad de este sitio es una porquería.
—¡Vamos!
El elfo se lanzó hacia la criatura dejando un rastro de llamas viles, seguido muy de cerca por la forma espectral del humano. Demonio y fantasma se lanzaron de frente solo para esquivar el mordisco del gusano en el último instante y flanquearlo. Lo que sí entró en su boca fue la tromba arcana de la gnoma, quien la hizo detonar en su interior. La criatura rugió y se retorció dejando un rastro de humo violeta en el aire, demasiado distraída por el dolor como para ver venir el auténtico ataque del asesino y el verdugo de los Defensores de Azeroth.
Los filos de Silencio y Devastación se besaron con delicadeza antes de perderse en el cuello de la criatura. Con un sonido viscoso que le causó arcadas a la gnoma, su cabeza salió volando y tocó tierra a la vez que sus dos ejecutores. Su cuerpo se retorció, rociando la tierra sedienta con una lluvia de sangre, y se desplomó sobre uno de los obeliscos con un tic en sus pequeñas patas.
—Asunto arreglado. Ahora, Aiden, ya nos puedes contar de dónde has sacado ese montón de chatarra.
—Eso, eso.
El caballero de la muerte lanzó una fugaz mirada al farol. La sensación de peso que lo acompañaba no se iba de su mente ni cuando estaba distraído pensando en otra de las cientos de cosas que rondaban su cabeza; pero lejos de ser una molestia, aquella sensación le reconfortaba.
—Dentro. Cuando hablemos con Magni.