Relato escrito por Thantos.
Aiden contempló las armaduras ante él con la tez más lívida que de costumbre. Se cruzó de brazos y miró de soslayo al goblin a su izquierda, que le sonrió con aire expectante; y a la paladín a la derecha, que apenas podía estarse quieta de la emoción. Volvió a mirar el expositor de cristal y acero y este le devolvió el reflejo de su mirada ceñuda, desafiándolo a que dijera algo.
—¿Esto es la Égida de Azeroth?
Yotni asintió con tal brusquedad que casi se partió el cuello.
—¿Qué te parece? Es la caña, ¿verdad?
—Grrr —gruñó y torció el gesto. Se inclinó hacia delante e inspeccionó la coraza que había dentro de aquel extraño armario de los titanes, frunció más el ceño y volvió a gruñir. Su mirada, cruel y experta a partes iguales, la recorrió palmo a palmo, micra a micra, para encontrar alguna falla en su diseño. Pronto le quedó claro que, en términos técnicos, esa armadura alcanzaba la perfección, pero su falta de defectos no se tradujo en falta de dudas.
Era al menos la mitad de voluminosa que su anterior armadura y como mucho un tercio de pesada, y aun así transmitía tal sensación de solidez y firmeza que empezaba a dudar que pudiera cargar con su peso sin colapsar. Su inmaculado acero negro estaba salpicado de runas azuladas y titilantes, con los remaches y los refuerzos chapados en acero titánico radiante como el sol, como si la forja hubiera arrancado un trozo de cielo y lo hubiera usado para dar forma a la armadura en vez de metal mundano. Su coraza estaba articulada por el abdomen y en el pecho lucía el tenue dibujo de una vorágine, y sobre ella reposaba una estola de varios pliegues de los que manaban por igual Ashjra’kamas y una capucha con el canto reforzado en bronce. Motivos de cuervos, cráneos y corceles decoraban sus botas blindadas y sus guanteletes acorazados, ambos largos hasta su respectivos rodilla y codo y transformando sus extremidades en crueles garras de buitre.
Lo único que no entendía era la cota de malla que unía todas las piezas. No era de anillos ni de escamas; de hecho, ni siquiera era de metal. Era una especie de tela gruesa de color oscuro, maleable como la arcilla y con un tenue brillo mate. Si forzaba la vista a través de su reflejo podía ver una trama de pequeños triángulos encajonados en ella, iluminados por el tenue resplandor de las venas de azerita que la recorrían trazando angulosos giros y avances rectilíneos. Una cota extraña, misteriosa y preocupantemente ceñida.
—El viaje a Uldorus ha merecido la pena —se dió por satisfecho—. Aunque la cota de malla no parece demasiado protectiva.
El goblin se carcajeó y le dió un golpe en el nacimiento de la espalda.
—Ha sido una bonita sorpresa de última hora, regalo de los esquemas de la forja —con aire triunfal, el goblin se acercó a la cuna de acero y, pulsando un botón de su lateral, el vidrio se deslizó a un lado y la dejó a su alcance. Una ráfaga de aire frío y esteril agitó la melena de Aiden sin que ni un olor golpeara sus narices—. No tengo ni zo.rra de que es o como funciona, pero se endurece con el impacto y conduce la azerita que da gusto.
Un tejido que se endurecía al golpearlo. A Aiden le costaba creerlo, pero el goblin no era de los que faltaban sin tener una buena razón. Y estaba fardando mucho.
—Se endurece. ¿Hasta qué punto?
Sin dejar de mirarlo con aire chulesco, Yotni apoyó un hombro en el armario y con el brazo libre le metió un tiro a quemarropa a una de las mangas. La azerita de la bala lanzó un chisporroteo en el aire y, una humareda después, la armadura reapareció ante sus ojos.
Completamente indemne.
—Vaya…
—Eso mismo dije yo —apostilló la paladín—. Incluso la capucha es de ese material, así que no necesitarás yelmo esta vez. Se que no te gustan.
Aiden se giró hacia ella y sonrió con torpeza.
—Gracias.
—No hay de que. Ahora, póntela. Partimos a Ny’alotha en media hora.
—Me siento ridículo —desde el techo de la Cámara principal, Mir graznó para darle la razón a su amo.
—Venga, no seas quejica. Cosas más raras te has puesto.
—¿Te estás divirtiendo a mi costa, verdad?
—Un poco —la paladín, sentada en una caja abierta y volteada, se ajustaba una bota de su propia Égida con aire distraído y mirada traviesa—. Además, creo que te queda bien.
Aiden se la quedó mirando en silencio; sus ojos eran poco más que una rendija luminiscente bajo una nueva capucha. Mir graznó otra vez y clavó una mirada llena de desconfianza a la hombrera derecha de su maestro, primorosamente tallada como el cráneo de un cuervo de cuencas furibundas y humeantes.
Cierto era que el resto de la armadura tapaba la mayoría de esa extraña cota de malla, y solo se le veía en las corvas, los sobacos y tras el codo; pero era poco consuelo frente a la extraña sensación que le causaba sobre la piel. Era casi como no llevar nada, y aun así, podía notar una leve presión y el trino de la azerita sobre cada poro de su piel. Silencio se ladeó con pereza en su nueva funda magnética, mirando con pereza el rostro contrariado de su amo como si el asunto no fuera con ella.
—Mmm… —no solo era vergüenza lo que sentía, y eso le hizo dudar. La sensación de invulnerabilidad que le ofrecía la Égida, de saberse intocable a todo lo que el mundo podía lanzarle. Gruñó de nuevo, intentando decidir si amar u odiar su nueva armadura, pero las ruidosas pisadas que anunciaron la llegada de Magni y el resto de los Defensores le quitaron la oportunidad de hacerlo.
Aiden sonrió para sí. Al menos, mientras no fuera el único que la llevara, nadie podría burlarse de él.
—Ya está todo listo. Ha llegado la hora del todo o nada —la voz de Magni sonó nerviosa a pesar de su intento por disimularlo.
Ambos se pusieron en pie y se acercaron con paso ligero al grupo. Ahora que la veía desde fuera, tenía que reconocer que la Égida daba un aire de imponencia y peligro sin dejar de tener cierta elegancia limpia. Incluso Aldana, que gruñía y se revolvía en su cota de malla como un gato con botas de agua en las patas, tenía cierto aire de formalidad dentro de su acostumbrado salvajismo. Moki, en cambio, parecía igual de cómodo que en sus ropas rituales.
—Los ejércitos, los campeones aliados y su hábil comandante ya están listos. Asaltarán la Ciudad Durmiente en cuanto tomemos ambos lados del portal.
— ¿Y Aldo? —inquirió Valerie con una ceja enarcada.
—Se unirá a vosotros más adelante. El plan es que se infiltre mientras vosotros despejais el camino. Se os unirá a vosotros en cuanto pueda.
Aiden miró uno por uno a sus aliados, sus compañeros de armas, y por qué no, de sus amigos. Todos compartían ideales, todos defendían la misma causa, y por fin había llegado el día de darlo todo por ella. Mir grazó de nuevo y se posó en el canto de Silencio con un gorgojeo musical.
—Estamos listos.
—Entonces no tenemos tiempo que perder. ¡MADRE, lleva a los héroes de Azeroth y a los ejércitos del mundo a Pandaria.
Los ojos de la vigía lanzaron un destello.
—Coordenadas fijadas. T para el transporte: menos un minuto.