Ny’alotha, Ciudad del Despertar
.
Un desgarro amoratado y hediondo, con bordes hinchados y cubiertos de bilis rojiza que fluia entre los acantilados pelados y las simas insondables. Eso era Ny’Alotha, una herida infecta de corrupción y locura sobre la faz de un mundo que solo existía en la duermevela de un Dios. Y en su sueño, Él lo era todo.
Felix fue el último en cruzar el portal para dirigir el despliegue de sus fuerzas, y aún así estuvo a punto de parar en seco antes de dar dos pasos. El calor húmedo y viscoso se filtraba bajo su siniestro yelmo, y su hedor palpable le hizo dar una arcada reprimida que le llenó de amargor el fondo de la garganta. Pero había algo más en aquella pesadilla, algo que le resultaba familiar. Un regusto dulce y engañoso que no terminaba de comprender.
El comandante negó para sí en silencio. Fuera lo que fuera, lo más sabio sería ignorarlo.
—Este lugar… es una verdadera pesadilla. Todo lo que no está muerto o enloquecido agoniza sin descanso —murmuró el viejo tauren, que se encontraba cerca del centro de la plataforma con las manos entrelazadas. A su lado, Kaltharion lanzó un gruñido sin significado concreto.
—Agradece no tener mis ojos, anciano. La magia de este lugar es enfermiza. Solo de verla me dan arcadas.
El paladín no podía ver la magia, pero entendía a la perfección lo que sentía el cazador de demonios. A medida que avanzaba hacia el borde de la plataforma, la Ciudad Durmiente dejaba entrever sus terribles secretos. Una gran avenida adoquinada dividía la ciudad al medio hasta llegar a una amplia plaza. Por doquier se alzaban obeliscos llenos de ojos atentos y ondeaban los estandartes de un imperio que ansiaba resurgir. Y a pesar de esparcirse como salpicaduras de la brocha de un pintor loco, no podía dejar de pensar que los colosales templos, cámaras y galerías estaban colocados en un orden meticuloso.
—Va a haber jarana de la buena —Felix giró la cabeza hacia Yotni creyendo que le hablaba a él, pero en cuanto se dió la vuelta vió que la gnoma de coletas rosas estaba a su lado con cara de circunstancias y los puñitos cerrados.
No le cabía duda de eso. Entre las grandes fachadas de piedra negra y tallada como piezas de puzle, cubiertas de babosa humedad y a las que el desangrado firmamento arrancaba destellos de intoxicante belleza, se escuchaban los más que familiares sonidos de un ejército a punto de marchar.
Era un coro distante, pero su cacofonía llegaba con tanta claridad a sus oidos como los dulces venenos que aquel lugar vertía sobre su mente. Se oían gruñidos, martillazos y traqueteos. Se oía el crepitar del fuego, el frufrú de la tela y el tintineo del hierro. Parecía que todos los horrores del cosmos se habían conjurado contra él, y por un momento dudó en seguir avanzado. Su corazón empezó a palpitarle en las sienes, pero se sobrepuso, resopló y se obligó a continuar.
Los últimos Defensores de Azeroth se encontraban en el borde de la plataforma, allí donde comenzaba una gran escalera de piedra flotante. Ninguno de los tres hablaba o se movía, y mantenían la mirada fija en el horizonte como si la gran Ny’alotha no fuera más interesante que un poblado de murlocs.
Felix se puso a su altura, justo al lado de Aiden y la temblorosa bola de plumas sobre su hombro, y por primera vez comprendió la escala de lo que se iban a enfrentar. Recordó a Igh’Nosh y todo lo que hubo que hacer para derrotarlo, pero frente a lo que estaba viendo se le antojó pequeño, minúsculo, insignificante.
Más allá de las bajas montañas que bordeaban la ciudad, más allá de los colosales tentáculos arqueados y de las nubes abotargadas como cadáveres en un rio, sobre una montaña de carne y delirio, se alzaba Él. Se alzaba el Antiguo, el gran Arquitecto de las Mentiras.
Ante ellos se alzaba un Dios.
—Aquí esta —dijo Aiden cuando terminó de llegar a su altura.
—En toda su oscura gloria —añadió la paladín, que estaba en el centro del grupo mandoble en mano—. Y entre él y nosotros, un ejército.
—Más de trescientos solo ahí abajo, según el informe de Biroz.
—No me interesa la caza menor —Aldana se puso en cuclillas y olfateó el aire rancio con la nariz arrugada—. Si he venido a este vertedero ha sido para cobrarme la mayor pieza.
—Aun así, se interponen en nuestro camino —terció el comandante—. Nuestro ejército no puede desplegarse en un camino tan estrecho.
—¿Tienes algún punto en mente?
Felix lanzó un rápido vistazo sobre las huestes de Ny’alotha. Al final de la avenida había una plaza circular, una especie de rotonda con un gran obelisco en el centro.
—Esa plaza nos daría acceso a toda la ciudad, pero antes tendríamos que atravesar sus filas.
—Treinta por cabeza —dijo Valerie. Tras ella, Aldana bufó con desdén, como si aquella batalla le supiera a poco.
Aiden aguardó a que el resto se pusiera junto a él en el borde de las escaleras. A sus pies se extendían los hijos de N’zoth lanzas en ristre, inquietos y ansiosos por derramar sangre en nombre de su señor. Sobre ellos flotaba un halo de corrupción palpable de magia negra y sonidos discordantes; al rezo de los k’thir y el traqueteo de los aqir se unían los enigmáticos susurros de los n’raqi y los gritos y empujones de las primeras filas, que gruñian y se chillaban por ocupar los primeros puestos de la gloriosa vanguardia.
Apretó los labios y estrechó la mirada. Eran un ejército infinito dispuesto a morir por el Profundo, corderos que se creían lobos yendo directos hacia el matadero. Hacia él. Silencio siseó al desenvainarla, dejando entrever su hambre, y su filo fantasmal empezó a babear ánima como un perro de presa.
Su maestro no fue menos. Una sombra arremolinada apareció sobre su palma libre, y con gesto amplio la posó sobre su rostro. Las últimas hebras desaparecieron ante los destellos de bronce y oro, dejando en su lugar una máscara titánica de rásgos cadavéricos: la máscara del un verdugo, no muy diferente a la que en su momento llevó el Aniquilador.
—Tenemos un Dios que matar.
Descendieron por las escaleras a paso lento, peldaño a peldaño. Y cuanto más bajaban, más intenso era el calor de la corrupción que se aferraba a sus rostros y sus mentes. La luz rojiza de las cataratas bajo ellos tiñó de sangre el universo en torno a ellos, y por un instante el silencio reinó en Ny’alotha. Entonces, Aiden alzó la guadaña, sonrió y…
—Por Azeroth.
Fue el rugido de Aldana lo que inició la carga. Los Defensores se abalanzaron sobre los defensores como una riada. Ellos rugieron y aullaron, pero no les intimidaron. Afianzaron sus lanzas y hechizos, pero no los detuvieron. Se mantuvieron firmes, confiando en que su Dios les concedería la victoria.
Craso error.
Las gemas de su escudo centellearon y Felix dio un revés tan brutal que destrozó la vanguardia. Las picas se astillaron como madera podrida y sus portadores salieron volando con los huesos reventados. A su derecha, el martillo de Drethz atronó el suelo y su luz devastadora abrasó a los primeros k’thir antes de que pudieran pronunciar una palabra.
Aiden saltó sobre ellos con Yotni sobre los hombros. Estranguló a Silencio con ambas manos, cayó entre las filas de ignotos y golpeó el suelo con su mango. La Falange de Ébano se alzó de la tierra y levantó un coro de aullidos cuando empaló a varios de ellos.
—¡El grande es mio!
El goblin se lanzó con una pirueta acrobática y aterrizó sobre el lomo de un aqir. La bestia rugía y se revolvía para quitárselo de encima, pero solo consiguió derribar a los k’thir que lo escoltaban. Yotni se agarró a uno de los salientes de su coraza quitinosa, se dejó caer y con un tiro certero de Desguazadora le voló una pata.
El aqir lanzó un aullido y comenzó a traquetear el resto de sus apéndices sin saber a donde ir. Del muñon caía una cascada de sangre negra que no tardó en encharcar el suelo bajo sus patas, y la criatura acabó por resbalar y caerse del puente con Yotni aún encima. Creyendo haber acabado con uno de los atacantes, los k’thir se asomaron por su borde solo para dar un respingo ante el silbido de la pirotecnia. Sobre ellos, el goblin se había alzado con los propulsores de su cinturón y una granada de azerita en la mano.
—Sorpresa.
La granada explotó antes de que pudieran hacer nada. Las llamas de azerita saturaron el puente junto a una lluvia de harapos calcinados y trozos de carne que apestaba a quemado. El goblin aterrizó y sus pistolas rieron de nuevo, despejando la zona frente a él.
El puente comenzó a temblar. De la humareda surgió un ariete viviente arroyó sin reparos a varios de sus hermanos. Yotni solo tuvo un momento para contemplar unos ojos pequeños y maliciosos antes de que un monstruoso c’thraxxi se avalanzara hacia él usando su pinza de martillo. Hubo un destello. Sonó un crujido. El goblin sintió una sensación reconfortante a su alrededor, y cuando abrió un ojo vio a Valerie frente a él, alzando un Escudo de venganza que bloqueó el golpe.
—¡Kaltharion!
El rugido de la llama vil surcó el aire. El cielo se oscureció un segundo mientras la sombra de un colosal demonio lo atravesaba como una flecha. El c’thraxxi alzó la mirada hacia el frente y lanzó un gruñido, pero no pudo hacer nada más. Con un sonido viscoso, Alainfierno le atravesó el pecho gujas por delante.
El colosal cadaver se desplomó sobre los n’raqi cercanos y levantó un coro de gritos y salpicaduras de sangre. A pocos pasos, Tuercarcana hacía gala de todo su arsenal arcano.
Allí donde sus manitas apuntaban llovía muerte y destrucción. Su bastón lanzaba destellos rosados cada vez que sus hechizos tonteaban con las leyes de la física. Un k’thir corrupto se adelantó de entre los demás, acompañado por dos devoramentes de ojos nerviosos. Alzó las manos y estas relucieron con los violetas del Vacío mientras pronunciaba lo impronunciable. Drixxi sonrió con sorna y con un chasquido de dedos su contrahechizo se lo hizo explotar en las manos.
—¡Aghhh! ¡N’zothagg naresh!
Los dos pulpos voladores se abalanzaron hacia ella. Su magia oscura se enroscaba en cada uno de sus pensamientos; dolía pensar, pero mas iba a doler lo que les iba a hacer.
Extendió las manos con el anular y el pulgar cerrados. Con un gesto dio forma a un anillo arcano pulsante de luz flurescente sobre cada mano y los lanzó hacia ellos. Los discos volaron dejando una estela de neón y llegaron a los devoramentes. El de la derecha no lo vio venir y se lo tragó entero. El anillo se cerró sobre si mismo, encerrándole en una esfera que lanzó un extraño sonido de rebobinado antes de caer al suelo y detonar. El de la izquierda, el cambio, lo esquivó con una finta y se lanzó hacia ella.
De pronto se detuvo en el aire. Su ojo miraba hacia un punto misterioso del firmamento y sus tentaculos dieron un espasmo antes de colgar inertes. Tras él, con el brazo extendido y aun oculto a medias en las sobras, Biroz le lanzó una mirada de repugnancia.
—¡Gracias, amigo!
El picaro asintió y se lanzó contra un aqir cercarno, usó el paso de las sombras y cayó en su lomo antes de reventarle la nuca.
El k’thir gruñó y cargó otro ataque, pero la maga desapareció de su vista. Giró la cabeza en todas direcciones como si se hubiera partido el cuello, intentando encontrar la aguja de coletas rosas en aquel pajar de muerte, hasta que notó la vibración de la magia arcana a su espalda. Tragó saliva y se giró despacio.
Algo más lejos, las filas de ignotos se habian deshecho presa de la confusión. Se volteaban con nerviosismo, alzando sus armas de manera torpe. De pronto, un agónico chillido heló el aire. No habia sido el primero.
Unos pasos veloces y ahogados. Un borrón pardo. Esos era lo último que veía su siguiente presa. Aldana se lanzó hacia un k’thir de un salto y le reventó la cabeza de un rodillazo. Aterrizó sobre el cadaver y sonrió con malicia cuando una explosión arcana sonó a sus espaldas.
Cargó contra el siguiente hecha una fiera salvaje. Su pelo estaba erizado y revuelto y sus ojos se habian tornado amarillentos como los de un lobo. Se deslizó bajo las piernas de un ignoto e hizo crecer afiladas zarzas que se colaron entre sus venas. El gigante oscuro bufó de dolor, pero consiguió librarse de ellas y lanzó un puñetazo que solo mordió el suelo.
Aldana dió una voltereta y trepó por su brazo hasta llegar a su nuca. Sus manos, ahora convertidas en garras de hueso y madera y empapadas de sangre hasta el codo, machacaron el craneo del ignoto hasta hacerlo puré.
Saltó desde el cadaver mientras se desplomaba, volando sobre la radial voladora de Silencio, y cayó sobre un k’thir desprevenido. Ambos rodaron por el suelo intercambiando golpes. Aldana gruñó y le dió un zarpazo en la cara, arrancandole un tentáculo. Lejos de rendirse, el k’thir empezó a lanzar una retahila de palabras incomprensibles, una maldición que manaba con voz gutural desde el fondo de su garganta.
Su cántico pasó a ser un gorgoteo desagradable y ahogado. Aldana le había incado los colmillos en la traquea, y a pesar del pataleo del n’raqi dió un tirón y se la arrancó de cuajo.
Otros cuatro hechiceros la rodearon. Ella lanzó un gruñido de advertencia, pero ninguno pudo hacer nada antes de que un relámpago los friera vivos.
—Se estan acumulando en el puente, Aldana. ¡Ayúdame a despejarlo!
—Vamos, chaman.
Se pusieron espalda con espalda y alzaron los brazos. El viento aulló de rabia y un tornado surgió a su alrededor. Los esbirros del olvido que intentaron atravesarlo salieron volando por los aires, pero los que se quedaron atrás no salieron mejor parados. Elune misma había puesto sus ojos sobre ellos y sus lágrimas astrales llovieron sobre ellos con toda la furia de la Diosa. El tornado creció en intensidad: lanzaba relampagos y varios cadáveres empezaron a orbitar a su alrededor. Se hizo alto e inmenso como una torre, y en cuanto arañó el cielo de Ny’alotha Moki lo lanzó hacia el frente.
La rugiente furia del aire dejó un rastro de devastación a su paso. Avanzó hacia delante sin que nadie pudiera detenerlo y se llevó por delante a todo aquel que no se apartara de su camino hasta llegar a la retaguardia, donde se disipó con un trueno ensordecedor.
Felix decapitó a un k’thir de un hachazo y se reunió con ellos. Estaba lleno de salpicaduras de sangre.
—Hemos despejado el camino a la plaza, comandante. Podemos arremeter contra su retaguardia.
Felix asintió al tauren y luego lanzó una mirada a la kaldorei, que estaba demasiado ocupada lanzando oleadas de estrellas como para percatarse de su presencia. Sin esforzarse por ocultar su alivio, alzó su arma y más aún su voz.
—El camino está despejado. ¡Un último empujón y tomaremos…!
La luz al final del tunel fue ahogada por una sombra de ocho ojos. Sus quelíceros rezumantes de veneno se agitaron en el aire como si intentara captar un perfume invisible. Giró la cabeza hacia él, lanzó un chillido estridente y cargó en su dirección al ritmo del traqueteo de sus veloces patas.
—…el puente.
Su corazón dió un vuelco. Reconocería a ese bicho en cualquier parte. Era An’erak, que había regresado de la tumba.
No, no podía ser ella. Felix apretó los dientes y el mango de su hacha crujió bajo sus nudillos. Era demasiado pequeña para serlo. Una cria, quizá. Pero aún así, seguía siendo una maldita araña del Vacío.
Se cubrió con su escudo, listo para recibir su embate, pero dió un respingo cuando un golpe seco sonó a su espalda. Se dió la vuelta y resopló aliviado. Era Aiden.
—¿Dónde te habías metido?
El caballero de la muerte apuntó con un dedo al cielo, donde una gran sierpe del mas allá empezaba a caer en barrena. Alainfierno aún estaba en su grupa dando gujazos a diestro y siniestro, pero las doce lanzas de hielo que atravesaban su cuerpo lanzaban destellos rojizos que las hacían inconfundibles.
—Justo a tiempo, verdugo —Aldana le dió un toque amistoso en el hombro.
Su voz sonó aún más metálica bajo la máscara.
—De la mini An’erak me encargo yo. Moki, si haces los honores.
El chamán asintió e hizo un gesto a los demás para que retrocedieran. Aiden alzó a Silencio sobre su cabeza y un relámpago cayó sobre ella. Sus runas parpadearon en patrones erráticos mientras aceptaban el poder de las tormentas. El filo de la guadaña se tiñó de azul y lanzaba pequeñas descargas que se perdían en el aire.
Aiden estiró el cuello e hizo girarla antes de ponerse en guardia.
—Vamos allá.
Cargó a través del pasillo que el viento había abierto. Su hoja trazaba arcos certeros que cercenaban cabezas y miembros de todo ignoto lo bastante insensato como para cruzarse en su camino, pero no se permitió que la lluvia de sangre le distrayera. La araña frente a él abrió las fauces y vomitó un proyectil de veneno que esquivó ladeándose, sin dejar nunca de correr. Un segundo disparo, más rápido esta vez, le obligó a cubrirse con Silencio.
Apenas estaban a unos pasos el uno del otro cuando ocurrió el tercer disparo. Aiden se lanzó hacia delante y rodó por el suelo antes de catapultarse en forma espectral por encima de la araña. Silencio se clavó en su lomo y su maestro volvió al plano terreno para aprovechar la inercia de su caida. El cayó de rodillas sobre el suelo, y la araña tras él lo hizo de espaldas.
Un ruido mecánico y Silencio se convirtió en una lanza. Aiden se la coló por la boca a la criatura, pero apenas avanzó unos centímetros hasta solo acariciar su faringe. La araña agitaba las patas en el aire completamente indefensa, pero sus duros colmillos se habían aferrado como lapas a la hoja de su arma y no la soltarían por mucho que él empujara.
Aiden gruñó. Un ignoto se le acercaba por detrás, y no venía solo. Se llevó una mano a la cintura y aferró la cadena de su farol. Ignorando el agradable cosquilleo que le recorría los dedos, incluso tras su Égida, lo alzó y lo colocó frente al rostro de la bestia. Su luz se intensificó y de pronto la araña se retorció como si sufriera el mayor de los tormentos. Su cuerpo se resecó y antes de que dejara de moverse sus patas se desprendieron de su torax.
Se dió la vuelta para encarar al ignoto, pero solo vió un surtidor de sangre y unas alas angelicales.
—De nada.
Se pusieron espalda con espalda y se enfrentaron a la marea de ignotos que se lanzaba a por ellos. Silencio desgarraba y Juicio destrozaba. Allí donde la espada no llegaba, la guadaña suspiraba; cuando las sombras repelían su acero sombrío, el metal consagrado de su compañera era la que llevaba muerte.
Aiden lanzó la guadaña a un grupo de k’thir y bloqueó un par de dagas largas con el antebrazo. Su mano libre surcó el aire y atravesó las costillas de su atacante, dió un tirón y se llevó el corazón aún latiente con ella.
—Ugh, que ascazo.
—No te me vuelvas remilgada ahora.
Giraron y cambiaron de posición. Una manada de pequeños escarabajos aqir se lanzó contra la paladín, que para su sorpresa ya no portaba arma alguna. Extendió los brazos, imponiendo la Luz sobre todos ellos, y su exorcismo en masa los redujo a cenizas. A su espalda, mandoble sagrado en mano, Aiden le perforó el cuello a otro hablabismos de una elegante estocada.
Algo silbó en el aire y Valerie lo cazó al vuelo. El filo de Silencio lanzó un quejido cuando sus runas se llenaron de magia sagrada, pero no le hizo ascos a aquella alianza y su barrido sacro redujo a cenizas a los últimos conjuradores. Alzó la guadaña como el hacha de un verdugo y decapitó al último aqir que quedaba junto a ellos. Aiden rodó por su espalda y partió al medio a un ignoto con un mandoblazo descendente.
Se miraron el uno al otro con extrañeza. Ella resoplaba, mientras que el caballero tenía los hombros caidos.
—No, no, no. Dame eso. Para tí la guadaña.
—Sí.
De los esbirros de N’zoth solo quedaba la retaguardia, atestada en la boca de la calle y el principio de la plaza. Algunos dieron un paso hacia ellos; a fin de cuentas, solo eran dos contra más de veinte. Pero cuando la cegadora cortina de niebla y luz tras ellos se despejó, lanzaron un grito ahogado y se atestaron en la plaza.
No solo el resto de los Defensores estaban tras ellos, cubriendo todo el puente a lo ancho y cubiertos de la sangre de sus hermanos, sino que el ejército invasor al completo ya había avanzado a su posición.
Kaltharion se crujió los dedos.
—¿A quien le apetecen bichos fritos?
—¡A la carga!
Los ejércitos de Azeroth se lanzaron como una bandada de buitres sobre el ganado moribundo. Las criaturas del Vacío chillaron de miedo y huyeron en desbandada desperdigándose por toda la ciudad. La plaza era suya, y lo celebraron con coros y gritos de guerra, alzando las armas y desafiando la indiferente mirada de N’zoth.
—¡De púta madre, damas y caballeros! —Yotni sopló el humo de sus pistolas, las hizo girar y las guardó de nuevo en sus fundas—. ¿Nos vamos ya a por el señor pulpo?
Tuercarcana negó con la cabeza.
—Aún siento muchos seres peligrosos en la ciudad. Podrían atacarnos mientras asaltamos a N’zoth.
—Los monstruos éldricos de uno en uno, gracias —musitó Drethz apoyándose en su martillo y resoplando—. ¿No deberíamos matar antes a los pequeños?
Aldana se cruzó de brazos.
—No me apetece dar vueltas en este sitio durante horas solo para cazar bichos.
—Los ejércitos se encargarán de eso y de las operaciones de rescate. Magni me dijo que algunos aventureros habían entrado en la ciudad para no volver.
—Entonces ¿a dónde vamos?
Un graznido grave atrajo su atención. Mir había regresado al hombro de su maestro, más tembloroso que nunca. Aiden le acariciaba con mimo y dulzura para intentar calmarlo, pero incluso tras su máscara se podía ver que su ánimo no era menos negro.
—Hay uno con el que deberíamos acabar. Una bestia de tumores y carne arraigada en el corazón de la ciudad. Los susurros emanan de ahí. Mir lo ha visto.
Los Defensores se miraron entre sí.
—Vale.
—Me parece bien.
—Pues vale.
—¡A cortar tentáculos se ha dicho!
—¿Dónde esta? —preguntó el comandante.
Aiden señaló con Silencio a las grandes fauces que se alzaban junto a la plaza. Entre sus dientes babosos y sus tumefacciones corruptas, se podía divisar una precaria rampa en espiral.
—Ahí abajo. En la oscuridad.