Todo lo que contemplais es mi carne.
El descenso por aquella fauce se le estaba haciendo interminable. Hacía tiempo que el cielo había desparecido tras los colmillos amarillentos que la coronaban, y cuanto más bajaban más oscura se volvía la carne babosa y rosácea de las paredes. Su superficie lisa y reluciente pronto se vio cubierta de pequeños abscesos y pústulas rezumantes, cada vez más grandes y complejos hasta ser auténticos tumores repletos de dientes y ojos albos a medio formar. La garganta de aquella cosa , fuera lo que fuera, se iba estrechando a medida que sus paredes se iban engrosando, hasta que al final la escalera de caracol que la recorría se redujo a poco más que una rampa resbaladiza con apenas anchura para uno de ellos.
Entrais como parásitos; pero alimentareis mi perfección.
Aiden arrugó la nariz. Por horrible que fuera aquel lugar, por insufribles que fueran los continuos susurros que la Égida convertía en una mera molesta, lo peor era el olor. Era rancio y putrefacto, tan vil como para que una arcada acariciara el fondo de su propia garganta. Había vagado por cementerios y había carroñeado campos de batalla junto a los buitres, y por fin, tras tantos años en la no muerte, había encontrado algo que le causaba genuino asco. Pero no todo era malo.
Antes de que caiga la última sombra, el padre del sueño se dará un festín.
Poco antes de adentrarse en aquella montaña de carne se habían topado con un trio de aventureros, unos de los tantos que habían asaltado la ciudad en busca de poder y gloria. El hecho de que se las hubieran arreglado para seguir con vida ya era un milagro, pero había sido su composición la que había llamado la atención de Aiden. Tres draenei, uno de ellos forjado, se habían unido a su asalto, pero una entre ellos destacaba como un faro en la noche.
—Me reconforta saber que tendré a una hermana de ébano cubriéndome las espaldas.
La draenei se volvió y le sonrió con las mismas ganas que tenía de seguir viviendo, es decir, entre pocas y ninguna. No era la primera vez que veía un caballero de la muerte en ese estado, y no la podía culpar. Tal vez su mirada taciturna y brillante pudiera engañar al resto de los mortales, siempre dispuestos a temer a lo desconocido, pero alguien tan veterano en la muerte como él podía leerla como un libro abierto.
—Soy Aiden, por cierto.
Ella apenas se esforzó en contestar.
—Kha.
La draenei dio un pequeño salto para salvar el desnivel al final de la rampa. El fondo de la fauce no era mucho más distinto a lo que se había imaginado: un muñón de carne amoratada y viscosa, tan llena de fluidos que rezumaba cada vez que alguien plantaba un pie sobre ella. Por un momento estuvo a punto de agradecerle a Yotni que diseñara la Égida como un pijama espacial estanco, pero ni quería oir al goblin pavonearse ni abandonar su conversación. En ese lugar un aliado en mala forma era tan peligroso como un enemigo, y no tenía intención alguna de vigilar que una hojarruna le atravesara la espalda en medio de un combate.
La reina ciega porta un cetro de huesos. Desde las profundiades, invoca la perdición.
—Curiosa compañía te has traido —continuó con tono informal, haciendo una pausa para acariciar a Mir y darle ordenes de vigilar los cielos—. Me aventuraría a decir que ella es familiar tuyo; os pareceis. Aunque el otro… un amigo, supongo.
La draenei apartó la mirada hacia el forjado. Agachó la cabeza y sus ojos pronto apuntaron hacia el repugnante suelo, pero no pudo evitar que Aiden escuchara el crujir del cuero de sus empuñaduras.
—Es un… compañero de armas.
—¿En serio? —Aiden ladeó la cabeza. La mayoría del grupo avanzaba ya por el tunel estrecho y oscuro de uno de los laterales, pero aquella pareja de draenei aun estaba fuera. Él dijo algo y ella se dobló intentando contener una carcajada—. Me parece un trato demasiado cercano para solo ser eso.
—No es mi amigo. No tengo amigos —Kha alzó la mirada hacia ellos de nuevo solo para que volara hacia el rostro oscurecido y enmascarado que la hablaba, fria como el acero de sus almas—. No puedo tenerlos.
Aiden comenzó a caminar hacia el tunel. Estaba claro que le tocaría vigilar la retaguardia de todos, no solo la suya.
—¿Por qué no? Yo los tengo —señaló al heterogéneo grupo frente a él con Silencio. La guadaña lanzó un tenue suspiro de aprobación—. La mayoría tiene algún tornillo suelto en la cabeza, pero hay que quererlos tal y como son, ¿no crees?
Ahzura se detuvo de golpe frente a él. La neblina de sus ojos se agitó con un espasmo.
Los astutos se arrodillan ante seis maestros; más solo obedecen a uno.
—Creía que tú lo entenderías —sus cejas bajaron como guillotinas y voz temblaba como hojas al viento. A cada palabra que pronunciaba su labio vibraba y su tono oscilaba de lo alto a lo susurrado—. No puedo tener amigos porque no puedo sentir. No puedo querer, no puedo… amar.
El rostro de Aiden no sería menos implacabale si se hubiera quitado la máscara.
—¿Eso crees?
La nariz de la draenei se arrugó como si estuviera a punto de gritar algo, pero en vez de eso volvió a bajar la mirada al suelo y apenas murmuró.
—Estoy muerta.
—¿Y?
Volvió a ergurise sin ocultar su sorpresa. ¿Cómo que “y”?
—Estoy muerta. No puedo…
—Ambos lo estamos. Seguramente yo más que tú, así que escucha a tu hermano mayor —la interrumpió. Le hizo un gesto con cabeza para que siguieran avanzando por el tunel, cada vez más cálido y claustrofóbico—. Hay partes de tí que no van a volver hasta el día que mueras, puede que ni siquiera entonces. El amor, el odio, el miedo… no hay emoción en nosotros que no esté cubierta por un sudario gris. Pero hay partes que siguen contigo, partes que aun debes descubrir. La primera, el libre albedrío.
»Tal vez seas un cadaver andante, pero tu muerte sigue siendo tuya, al igual que la vida de tus compañeros solo les pertenece a ellos. Y si ellos han decicido pasarla a tu lado, ¿que menos que corresponderles?
La hija de la luna reposa bajo las cenizas. Dos rivales remendarán su carne.
Otra escalera, esta vez de piedra, corta y ancha, apareció ante ellos. Las siguientes galerías seguían siendo amasijos de carne, pero entre las tiras de piel y los ojos llorosos se entreveían los extraños bloques labrados de los cimientos de la ciudad. Kha y Aiden contemplaron desde allí la gran cámara que aguardaba al otro extremo. Al final, fue ella quien rompió el silencio.
—Shield… tiene una hija. Pequeña. Me llama «princesa de hielo» —Aiden esbozó una sonrisa tan cálida como pudo, animándola a continuar—. Creo que ambos me quieren, y creo que… yo también a ellos.
—Una familia.
Kha asintió despacio. Aiden casi pudo escuchar sus musculos crujir cuando sonrió.
—Sí. Una familia.
—Que ese sea tu objetivo en la muerte, como proteger Azeroth el mio. Con una razón para continuar y algo de disciplina no tardarás mucho en doblegar tu mente y tu alma, pero deberás poner de tu parte.
—Suena dificil.
—Entonces, tal vez deberíamos empezar por algo más fácil. ¿Te apetece cometer deicidio?
Kha lanzó una carcajada tímida ante la chanza y comenzó a bajar las escaleras con la cabeza alta. A medio camino se detuvo y se giró hacia atras lo justo para que Aiden viera el perfil de su nariz.
—Gracias.
Aiden se agarró de la capucha y se dió un silencioso tirón. El tejido se dobló bajo sus dedos sin que apenas hiciera fuerza, se endureció y volvió a su posición original deslizándose entre sus dedos. Aún no se había acostumbrado a aquella cota tan extraña, pero no negaría que era impresionante.
El maestro de jinetes ansía una tumba blanca para todos. Por la llama, sacrificará medio rostro.
La sonrisa tímida que había sobre sus labios se marchitó como una rosa ante la helada. Por un breve instante pudo sentir el aliento del destino soplándole en la nuca y erizándole los pelos, pero pronto pasó a un segundo plano. Aquella voz grave y suave como un arroyo se había hecho más fuerte cuanto más se acercaba a su amo, pero era ahora, cuando se plantaba en su puerta, cuando lo reconoció. Guadaña en ristre avanzó por el pasillo hasta reunirse con los demás.
—No me digais que ese cabròn es quien creo que es.
—Me temo que sigue vivo.
—Y es aún más feo que antes.
Aldana no dijo nada. Se quedó mirando al coloso de carne frente a él con el ceño fruncido y la nariz tan arrugada por un lado que sus brillantes colmillos se dejaron ver entre sus labios; sus garras se flexionaban, se abrian y cerraban mientras la madera y el hueso crecían sobre ellas.
Aquella criatura era una visión espantosa. Una torre de carne despellejada del más intenso de los violetas con un pesado yelmo sin visor donde debería haber cabeza. Decenas de protuberanceas y puas óseas manaban de su cintura y sus hombros, extendiéndose por los brazos hasta dar con unas zarpas colosales envueltas en frio acero. Dos alas colosales y desgarradas bailaban con pereza colgadas de su espalda. Cada vez que se movían, dibujaban misteriosos patrones en el aire, invisibles a todos los ojos menos a los que miraban con ansia hambrienta desde su pecho.
—Comienza la ingesta.