En las profundidades de Dorongal, existía un lugar que no aparecía en ningún mapa y del que nadie hablaba en voz alta: La Patata Terránea. Este establecimiento clandestino era accesible solo por invitación, y sus puertas se abrían únicamente para aquellos lo suficientemente valientes (o insensatos) como para entrar.
La taberna, iluminada tenuemente por antorchas y lámparas de aceite, tenía una atmósfera que mezclaba peligro y diversión en partes iguales. Drelanym, la astuta elfa de la noche y dueña del local, era una figura legendaria en Azeroth. Famosa por sus audaces asaltos a caravanas de la Horda y su habilidad para aligerar bolsillos ajenos, había encontrado en Dorongal el escondite perfecto para su negocio poco ortodoxo. Aunque Drelanym no servía detrás de la barra, era evidente que todo en la taberna funcionaba bajo su atenta supervisión. Desde un balcón elevado, observaba con un ojo agudo a los nuevos invitados que llegaban esa noche, todos ellos portando la invitación personalizada que les daba acceso a este refugio subterráneo.
Con una copa de vino en la mano, Drelanym sonrió y levantó la voz para dar la bienvenida a los taberneros que habían recibido la invitación de manera misteriosa:
—¡Bienvenidos a La Patata Terránea! —anunció, su voz suave pero llena de autoridad resonando por toda la sala—. Veo muchos parroquianos de las anteriores tabernas pero alguna que otra cara nueva, así que será mejor que aclaremos algunas cosas desde el principio.
Los clientes, una mezcla variada de miembros de la Alianza, la Horda y otros más que preferían no encasillarse en ninguna facción, se giraron para escuchar.
—Primera norma —continuó Drelanym—, aquí no hay ni Horda ni Alianza. Todos pagan lo mismo y beben lo mismo. Las disputas entre facciones, así como cualquier otro tipo de pelea, están estrictamente prohibidas salvo en el rencinto habilitado para ello… el legendario “Parque de los Patos”. Si tenéis alguna diferencia que resolver, lo hacéis ahí. A navaja y en camiseta, como mandan las reglas de la gente de bien.
Hizo una pausa, sus ojos brillantes recorriendo a cada uno de los presentes, evaluándolos con una mirada que no dejaba lugar a dudas sobre quién mandaba en aquel lugar.
—Segunda norma, las bebidas se abonan al momento. No me importa si sois príncipes, caballeros, o simplemente unos borrachos con suerte. Aquí no fiamos. Y si alguno viene buscando a ese tal Pita, el camarero, olvidadlo. Ese no es bienvenido en mi taberna —escupió con desprecio—. Aquí tenemos camareros en condiciones.
Algunos de los presentes rieron nerviosamente, mientras otros asentían con respeto.
—Tercera norma —prosiguió Drelanym, elevando su copa—, solo los kaldorei y mi buena amiga Valeera, mi fiel compinche, tienen trato preferencial. Todos los demás, sois iguales aquí. No hay tratos especiales ni excepciones. Así que no perdáis el tiempo pidiéndolo.
Se giró hacia Don Capibara, la capibara con un sombrero de copa y un puro siempre en la boca, que la observaba desde su trono improvisado de cajas de ron. Aunque pudiera parecer adorable a simple vista, Don Capibara era bien conocido en los bajos fondos como una criatura sorprendentemente capaz y astuta. Nadie sabía cómo una capibara había llegado a ser tan influyente, pero nadie se atrevía a cuestionarlo.
—Y por último —dijo Drelanym—, cualquier queja o disputa con el servicio o las apuestas, la discutís con Don Capibara. Creedme, es mejor quejarse con él que conmigo.
Don Capibara asintió con una leve inclinación de su sombrero, su mirada severa y evaluadora fija en los nuevos clientes. Era un experto en manejar las sombras del submundo, y todos sabían que sus métodos, aunque poco ortodoxos, siempre eran efectivos.
Además de las mesas de juego y el bullicio habitual, un rincón oscuro de la taberna albergaba una trituradora gigante para orcos, una monstruosa máquina con dientes de metal afilados que rugían de vez en cuando como si estuvieran hambrientos. A su lado, una serie de jaulas reforzadas contenían a dracthyr salvajes capturados, sus ojos resplandecientes observando con una mezcla de furia y desdén. Aquellos que se acercaban demasiado a las jaulas retrocedían rápidamente, conscientes del peligro que representaban estas criaturas.
Los nuevos clientes murmuraban entre ellos, emocionados y un poco nerviosos. Estaba claro que habían entrado en una taberna en condiciones y la diversión estaba asegurada. La Patata Terránea prometía ser una experiencia que ninguno de ellos olvidaría fácilmente.
Drelanym sonrió con satisfacción, satisfecha de haber dejado las cosas claras.
—Y ahora que todos sabéis a qué ateneros… —añadió, levantando su copa una vez más—. ¡A beber, apostar, y que comience el caos!
Los presentes respondieron con un grito entusiasta, levantando sus propias copas en un brindis ruidoso. La noche estaba en marcha, y La Patata Terránea se preparaba para otra velada memorable llena de apuestas, peleas y secretos que nunca deberían salir del exclusivo sitio.
*** *** HISTORIAL DE TABERNAS *** ***
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